La espoléa o poleá, es un dulce típico andaluz, concretamente de mi Sevilla natal, como también de Cádiz y Huelva, y son una variante de las gachas. Tanto unas como otras son de origen muy humilde, que en años de escasez se solían preparar con agua y, cuando se podía, con leche aguada. Este plato se trata de una especie de crema, con una textura semejante a las natillas.
Como todo este tipo de recetas, tiene algunas variantes, según la provincia y por supuesto de cada casa. Ésta que os traigo es de mi familia y se solía preparar para la festividad de Todos los Santos y, a partir de ese día, durante todo el otoño e invierno, pues resulta un plato muy gustoso y nutritivo, que se puede tomar caliente como merienda o frío como postre. Aunque, a nosotros, nos gusta más la segunda opción y siempre con sus picatostes bien frititos y crujientes ¡¡Qué rica está!!
Mi madre la bordaba y la preparaba con leche fresca de vaca, de la de antes, la que se iba a comprar a la vaquería y al hervirla tenía dos dedos de nata. Cosa que yo de pequeña y de jovencita detestaba por su olor al cocerla, y que hoy día no he superado del todo... Jajajaa
Ni que decir tiene, que entonces no me gustaba, pero recuerdo su textura suave y cremosa, y, sobre todo, su rico aroma a matalauva/anís y canela, que impregnaba toda la casa cuando ella hacía espoleá. Al prepararla ayer, me vinieron a la cabeza preciosos recuerdos de ella sonriéndome al decirme, "que trabajosita eres para comer". ¡¡Si me viera ahora que soy adicta al cuchareo frío y caliente!!
Pues venga, no me enrollo más y vamos con esta deliciosa y tradicional receta.